Alquimia Lab, Valladolid — Cuando la técnica eclipsa el alma y la sala naufraga, no hay Estrella Michelin que lo valga
Esta crítica es la desconcertante experiencia vivida en el Restaurante Alquimia Lab en Valladolid, quizás una de mis peores experiencias en cualquier tipo de bar, cafetería o restaurante en años. En un reciente viaje por temas personales a Valladolid elegimos visitar Alquimia Lab, restaurante vallisoletano con una Estrella Michelin y sin más expectativas que las de cenar bien entre un pequeño grupo de amigos de 4 personas en total. Alquimia Lab El local, dirigido por el chef Alvar Hinojal, presume de ser un laboratorio de alta cocina molecular, donde la creatividad y la técnica deberían estar al servicio del producto y la experiencia global. Sin embargo, mi reciente cena en su espacio más ambicioso me dejó un regusto amargo, marcado por una alarmante irregularidad en los platos y, sobre todo, por un servicio de sala impropio de un establecimiento galardonado con una Estrella Michelin que no estuvo a la altura ni en el recibimiento al llegar ni en todo el transcurso de la cena en el trato al comensal. Cierto es que la cocina a la vista no engaña, ya que presidiendo la misma se encuentra una exposición de 25 productos de Sosa, algo que ya anticipaba que “mucha” técnica se construye ahí. La propuesta gastronómica, articulada en menús degustación con nombres tan químicos como “Noradrenalina”, “Serotonina” o “Dopamina”, promete un viaje sensorial y vanguardista. Sin embargo, la realidad dista mucho de esa promesa. En demasiadas ocasiones, la técnica —a menudo efectista y desbordante de artificio— acaba por ocultar el verdadero sabor y textura del producto. Espumas, geles y trampantojos se suceden en una concatenación de bocados inspirados, si no copiados, de restaurantes con mayor trayectoria como podrían ser la aceituna esferificada, el tartar de remolacha o el bloody mary crujiente. Cuando uno de esos bocados de bienvenidas quiere ser original como la pizza frita, nos encontramos con un mazacote incomible. Snacks En lo que coinciden todos los platos del menú, los que están bien y mal ejecutados, es que rara vez logran emocionar; el paladar busca el alma del ingrediente y sólo encuentra el eco de un laboratorio que parece más preocupado por impresionar que por convencer. Entre estos podría destacar el jurel con anacardo y manzana, el calamar con guisante, el huevo y carabinero o las setas de temporadas con yema y panceta. Estos cuatro platos son el ejemplo perfecto de como destrozar un gran producto de cada plato “en favor” de usar la técnica mal conceptualizada, cuando la cocina debería preocuparse y basarse en todo lo contrario. Calamar y Guisante Carabinero y Huevo Setas y Yema Algunos platos, los menos, sí logran salvarse: cuando la cocina se atreve a dejar respirar al producto, respetarlo y cuidarlo sin añadirle ingredientes Sosa o técnicas vacuas, la experiencia mejora y asoma el potencial que justifica, en teoría, la distinción Michelin que raramente posee. Entre ellos podríamos mencionar la merluza con jamón y alcachofa, el capón de Matapozuelos con puerro y trufa o el lechazo con ensalada de la zona. Capón En los postres el desbarajuste no es que continúe, es que se supera porque se continúa añadiendo técnica y artificio en un producto que en boca resulta soso y desaparecido por completo. Ni el de zanahoria, coco y naranja, ni el de pistacho, yuzu y albahaca pasan de ser un examen de técnica donde desaparece por completo los sabores y matices de cada ingrediente. Zanahoria, Coco y Naranja El mayor despropósito, sin embargo, se vive en la sala. El servicio resulta desconcertante, desorganizado y carente de la atención al detalle que exige un restaurante de este nivel. La falta de empatía, la escasa coordinación y el desconocimiento de los productos que marcan en la mesa arruinan cualquier atisbo de disfrute pausado. En lugar de acompañar y elevar la experiencia, la sala se convierte en un obstáculo constante, generando incomodidad y desconcierto entre los comensales. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan incómodo con un servicio de sala, eso que siempre transmite Josep Pitu Roca sobre “transportar felicidad” en esta casa brilla por su ausencia desde que uno cruza la puerta. Todo comenzó mal desde que cruzamos la puerta del restaurante ya abierto, 20:45, y nos llamaron la atención, casi abroncándonos, que la mesa era a las 21:00 y que no teníamos que haber llegado antes. Eso les juro que no lo he vivido en mi vida ni en un restaurante Michelin ni en un bar de pueblo, y más cuando en esta casa tienen dos conceptos, uno de alta cocina y otro de tasca que ya estaba abierto y casi todas las mesas sin ocupar o barra vacía, donde nos podrían haber ubicado y ofrecer un aperitivo antes de pasar pero no dejarte de pie en medio de un pasillo y mirarte con desaire. La única excepción digna de mención es la sumiller, Patricia Comendez, cuya profesionalidad y conocimiento sí están a la altura de las expectativas y brilla con luz propia. Su selección de vinos y su capacidad para maridar cada pase con acierto son, sin duda, lo único que logra mantener el listón y aportar algo de luz a una velada por lo demás decepcionante. Ademas fue la única persona que se interesó por conocer nuestra opinión cuando observó que la experiencia no estaba yendo como se debería. Solamente por ella la mesa entera estábamos de acuerdo que el restaurante merecía otra oportunidad. Es el perfecto ejemplo de como alguien en sala es capaz de sobreponerse a un servicio desastroso y aportar toda su profesionalidad a pesar de no tener un equipo que juegue su misma línea, ni en la bienvenida ni en sala. Resulta incomprensible que un restaurante con Estrella Michelin, que debería ser ejemplo de excelencia y coherencia, exhiba semejantes carencias. La experiencia vivida en Alquimia Lab no es defendible desde ningún punto de vista: ni la cocina, lastrada por la técnica vacía, ni la sala, desastrosa, justifican la visita. Sólo la labor de su sumiller merece ser reconocida. Una estrella que, hoy por hoy, brilla muy